No se culpe a nadie

Rubén Hernández Hernández. Cuento

Cruce de estaciones

El Willy abordó el tren ligero en la estación de San Jacinto, se sentía tocado por los hados de la buena suerte. Veinteañero, sin ocupación fija: mecánico, obrero, comerciante, taxista. Apodado Willy por el vago parecido que guardaba con un futbolista del equipo Guadalajara en los años setenta, pelo güero y lacio en melena; no muy alto, un poco narigón, y según sus amigos, muy gracioso. Desde que se levantó, la imagen soñada pobló de manera radiante todos los instantes del día. Dos de la tarde.
Primero fue un presentimiento, luego una certeza. Fácilmente la localizaría entre la gente que esperaba en la estación Plaza Universidad. No muy bajita, no demasiado alta, rostro dulce y armonioso; ojos grandes color café y largas y onduladas pestañas; pelo castaño, que le caería en los hombros estrechos, blancos y redondeados. Jeans y blusa blanquísima. Le invitaría un café; en la mesa le tomaría la mano. La sorprendería con el obsequio de una rosa. Fijarían, mirándose a los ojos, otro día para ir al cine.
Diez minutos después de que el Willy había subido al tren, Lourdes abordó el mismo transporte en la estación Plaza Universidad. Al concluir su horario de clases en una de las supuestas universidades del centro, había ido con sus compañeras a tomar un refresco a una cafetería. Sí, decía, mi ideal es un tipo güerito, no demasiado alto, con perfil aguileño y que me haga reír. Pensó que el azar contribuiría para encontrarlo en el trayecto a la estación La Aurora, donde ella se bajaba. Pero no se encontró con Willy, que respondía a las características del novio que ella quería; tampoco Willy logró cruzar mirada alguna con Lourdes, quien era exactamente como la novia que él había imaginado. Los vagones del tren en que uno y otra viajaban, se cruzaron en la estación Oblatos. Nunca se encontraron. Ambos ya modificaron la imagen de su pareja ideal.